El buen hijo

 



Nunca faltaba a la cita del día de los muertos para ir a visitar la tumba de mi madre. Soy hijo único y me encargo de ella solo, pues mi padre nos abandonó a ambos cuando yo era un bebé. Pero bueno, esa es otra historia.

Llevaba un ramo de flores artificiales para mamá y un par de velitas que colocaría en su lápida después de limpiarla. Caminé por los pasillos del camposanto, estaba deseando encontrarme con ella y contarle mis cosas. Al llegar a las proximidades donde se encontraba enterrada mi madre, observé desde lejos que su nicho estaba abierto.

Asustado y pensando que alguien había profanado la tumba de mamá, corrí lo más rápido que mis piernas me permitieron. Miré dentro, pero solo encontré un hueco vacío y oscuro como unas cuencas sin ojos. 

Grité. Lloraba sin lágrimas. Debía buscar al encargado del cementerio, seguro que tenían cámaras de seguridad y fue entonces cuando escuché unas voces a mi espalda.

—Estaba dura la tapa, Juan.

—Si, no ha sido fácil abrir el ataúd.

—Pongamos los huesos de la señora en este saco. El hijo ha muerto hoy y su último deseo era enterrarse junto a su madre.


Este microcuento aparece publicado en el Nº1 de la revista digital Dunkelheit.



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