El potro italiano

 

El directo con la zurda enmudece al estadio. Los espectadores reaccionan, al unísono, emitiendo un grito ahogado cuando el campeón cae. El aspirante, exhausto después de quince asaltos, se desploma tras él.

Uno. El árbitro comienza la cuenta.

Dos. El aspirante reacciona primero. Tiene los ojos terriblemente inflamados y el rostro tumefacto. Levanta un brazo buscando algo a lo que aferrarse, pero vuelve a besar la lona.

Tres. El campeón repta por el cuadrilátero. Logra agarrarse a la segunda cuerda. Es difícil reconocerlo debido al estado de su cara. Abre la boca mendigando aire.

Cuatro. La camisa celeste del árbitro luce manchada con sangre de ambos púgiles.

El campeón clava una rodilla en el suelo.

—¡Levántate! —le gritan desde su esquina.

El aspirante coloca el brazo sobre la primera cuerda.

—¡Arriba, arriba! —grita su entrenador, golpeando la lona con las manos entrelazadas.

Cinco. El campeón, desorientado, mueve la cabeza repetidas veces.

Seis. El aspirante se ha puesto de rodillas.

Siete. El público vibra con la entrega de los dos hombres.

Ocho. El campeón empieza a levantarse. Las corvas de los brazos del aspirante descansan sobre las cuerdas.

Nueve. El campeón va a conseguirlo, pero acaba deslizándose sobre la protección lateral de la esquina. Queda sentado sobre el ring, fuera de combate. El aspirante, tras un milagroso impulso, camina trastabillado hacia el centro del cuadrilátero.

Diez. El estadio ruge.

—¡Les presento al nuevo campeón del mundo de los pesos pesados! —grita el anunciador—. ¡Roooocky Ballllboaaaaa!